Tengo que hacer una confesión.
Hace muchos años, mi mamá, mi hermana y yo matamos a un viejito del centro de la ciudad.
No fue a propósito, pero muchas veces las buenas intenciones terminan mal.
Era un viejito que se paraba a vender calabaza melada cerca del Parque de la Mejorada en Mérida. En la mera esquina del Centro Cultural del Niño Yucateco.
Todas las semanas lo veíamos pasar desde el auto, mientras mi mamá nos llevaba a visitar a nuestros abuelos en La Esperanza.
Lo veíamos al calor de las 3 de la tarde vendiendo sus calabacitas con una paciencia que solo tiene la vieja guardia yucateca. Esa que sabe vivir despacio dentro de una ciudad que crece a un ritmo desmedido.
La verdad es que parecía más un acto de resistencia el vender dicho producto más que un negocio redituable. Nos preguntábamos cuanto tiempo pasaba de pie vendiendo bajo el sol, esperando a que alguien comprara el tradicional pero poco popular producto.
El caso es que un día mi mamá no pudo más con la lástima y nos detuvimos a comprarle la calabacita.
Esa fue la última interacción que tuvimos con él.
Nunca más lo volvimos a ver.
Pasábamos por la misma Calle 50 y al llegar a su esquina nos preguntábamos por qué ya no lo veíamos.
Y así fue como llegamos a nuestra conclusión: lo matamos... pero con cariño.
Gracias por leer.
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